No son las personas las que pasan al siniestro mundo de la eternidad, sólo dejan huellas, rastros, vestigios, hechos, señales, recuerdos, aromas, besos, abrazos. Su esencia es la que forma la historia y su existencia es la que mueve las cosas.
Hoy no lo soñé como hace trece años, fue real.
Anduve y desanduve.
Humbert Humbert tomó forma, adaptó un cuerpo y bajo la lluvia nació…
Sus ojos son muy claros, dejan a sobreexposición su alma, han superado la transparencia del vidrio con los que cubro mis ojos. Sus facciones son mórbidas, su perfil denota el apogeo a sus cuarenta años, las canas que amenazan desde la superficie más suave del rostro, tiene la altura apropiada para su abyecto pensamiento. El placer con el que enjuaga sus labios y finge una sonrisa a media luna es como si al ver tal ademán mis palabras se ahogaran en el plenilunio. Aquel par de cejas que han sido moldeadas por su lastimera inocencia sombría. Y esa voz que fortalece hasta al más endeble de los músculos e inspira no sólo a crear una melodía, también un escrito.
Vamos, esto recién ha empezado y terminado.
He visto la luz hace veintidós años, y he sido lucífero desde hace cinco. Mi padre ha sido retraído y olvidadizo de las cosas y personas, mi madre poseía la vehemente concupiscencia. Hace poco vivían juntos, mucho más antes también, ambas deleznables. En la época del mucho-más-antes tuve un sueño que me sirvió de superficie para empezar a escribir mi diario.
Terminaba una gran guerra, sostenía a alguien del hombro derecho.
–Quiero descansar –dice cabizbajo–.
Nuestros trajes mutaron: los de camuflaje a los civiles.
Nos encontrábamos frente a un televisor. Notaba a cada momento sus expresiones cansinas. No había palabras, y si las hubo las olvidé.
Salimos, cruzamos una avenida ancha y nos pusimos a comer. De pronto sale una jovencita de cabello ondeado y largo.
–¡Habrán cumplido con lo que les dejé!
–Yo comí hace años –responde él y comienzo a reír–.
Luego nos situamos en un lugar muy alto, desde donde divisamos el mundo entero.
Las imágenes se cubrieron de una pantalla negra. Se cerró el telón.
Un salón de clases, una única carpeta, yo en ella y él en la pizarra. Tocaba salir de campamento, se hallaba ya un compañero del colegio a mi lado y mientras nos alistábamos dejé de observar al que fungía de profesor. Pero sentía aún su presencia.
En la altamar se encontraba un camarote, me encontraba en el segundo nivel algo inquieto, tuve muchas ganas para bajar y dormir con él, sin embargo, ya no se encontraba ni sentía su presencia.
Otro personaje apareció, forcejeó con él y lo metió a una ducha. Otrora lo buscaba desesperadamente junto a mi compañero que hablaba sin parar.
Llegué a la ducha y vi cómo le tapaba la boca. Quería decirme algo, pero el otro se la apretaba más y logró ahogarlo.
Los sucesos se hicieron rápidos. Lo llevé a un hospital, se curó y fuimos felices –así está escrito en mi diario–.
Caminábamos lento en medio de una luz mortecina hasta que me encontré con mis padres y les presenté. Recuerdo exactamente la expresión que puso mi papá al verlo porque fue como si se hubiese congelada como una foto en mi mente.
–Es tu hermano mayor.
Lo abracé. Sentí que no era él, sus forma (no sólo físicas) variaron gradualmente con cada escena. Escena, escena, escena, escena. Su esencia.
Mucho he supuesto de aquel sueño, he conjeturado ideas, lo he contado a pocas personas, he tratado de usarlo como oráculo para mis eventuales comuniones y desvaríos frente a otros.
He llegado a un acuerdo.
A) Ponerle nombre: Humbert Humbert.
B) No creer en la unificación mediante una persona específica debido a que hasta hoy sé que el patrón universal son los sueños y los específicos los humanos. Y ha tenido muchos nombres, cuerpos, ojos, labios y olores. Todos han sido en un momento Humbert Humbert o sus partes, así que todos conformaron un rompecabezas mayor. Uno tenía el garbo y la voz; el segundo poseía más características, el brillo ocular, labios tímidos con los que no sólo me contagiaba de él, me volvía parte del silencio, se oponía a la dirección a la que apuntaba y la complementaba a la vez; el último, su nobleza.
Si peco de profético-simbólico, se han cumplido alguno de los pasajes del sueño. Faltan los finales, no obstante, eso no significa que vendrán más partes de Humbert Humbert u hoy por la tarde haya sufrido de una alucinación atemporal.
Media hora para las diecisiete horas. A medio camino me sorprendió una lluvia, la gorra con la que salí para cubrirme del sol me sirvió para proteger las gafas de la lluvia. Fue un risible fenómeno natural, el sol huyó y las nubes grises se acumularon como las vicisitudes se acomodan en algún momento.
Era cuestión de andar bajo las casas que tienen los techos sobresalidos, pero los muros a espaldas del cementerio no lo tienen. Las resinas de las gafas estaban mojadas y tuve que quitármelas. El astigmatismo y la niebla convirtieron el panorama en una dimensión difusa, la poca claridad me aturdía. Sólo eran manchas medio raras que vagaban, unas se movían más rápido que otras, unos eran más inciertos que otros.
Al frente, en la esquina, se refugiaba una silueta y decidí pararme también hasta que escampe.
–Hola.
–Hola.
La lluvia arreciaba, fijaba la mirada hacia las calles anegadas totalmente. Lamentaba no poder continuar. Sentí un calor austero que emanaba. Estaba en casa, me sentía alojado en aquella esquina. No podía imaginarlo, necesitaba comprobarlo. Limpié mis gafas y volví a ver. Todo era distinto. Una camisa negra estaba frente a mí.
–¿Qué haces por acá?
–Me perdí creo...
–¿Buscabas alguna casa?
–Sí, la de un amigo que no veo hace mucho tiempo.
–Y si ya no existe esa casa o quizá el amigo.
–No quiero suponer eso.
–Las personas no somos eternas y tu amigo no se salva de esa.
–No digas eso.
–¿Y si tú has dejado de existir para él?
–Entonces me perdí.
–Ambos estamos perdidos.
–Quiero quitarme las gafas nuevamente.
–Así lo hagas, no cambiarás las cosas. Mira, sigue lloviendo.
–Esta es la lluvia más triste que he visto.
–¿Vamos para allá?
–Para qué.
–Siempre tienes que saber hacia dónde y por qué vas.
–Sí… creo.
–Entonces esta vez deja de creerlo, sígueme.
Tuvimos que caminar uno detrás del otro hasta dos cuadras a la derecha. Cuando decidió ponerse para el otro lado de la vereda y poder estar parejos. La lluvia cesó.
–Falta una cuadra.
Llegué a un lugar oscuro, no tanto cómo pueda haber escrito esto. Sentí un cansancio tremendo. Me recosté en una cama muy suave aunque pequeña, quise taparme con una chompa azul que ya se encontraba mojada.
–Te conozco de algún lugar.
–Presiento lo mismo, tocayo.
Rechacé despertar, pero me levanté.
Estaba dentro de mis pensamientos. Las palabras circundaban en espiral, siguiendo el trayecto de cadenas. Quise sólo recordar una cosa: aquel día.
Suena Crystalised, me revuelvo entre las sábanas y contesto. Era él, me confirmaba la hora para encontrarnos.
Camino con torpeza, choco con los sillones, me lavo la cara, tiendo las sábanas de la cama que me había acogido como las hojas de agosto. Tengo un poco de melancolía dejar esa casa, sé que en algún momento la dejaré para siempre y eso me acongoja un poco. Es como una puñalada que se clava lentamente. Me doy tiempo para mirar la sala, están ahí los sillones de siempre, la mesa, el esquinero, el televisor plomo, el bonsai y el gran espejo en la pared. Tomo mi juego de llaves y salgo con el mismo nerviosismo con el que salí a hurtadillas la primera vez que me escapé para irme a dormir a otra cosa.
Solea y empalidece. Llego al lugar acordado, pero ha sido cambiado. Camino por la avenida paralela por donde caminé la primera vez, esta vez no era a oscuras, había más luz que nunca. Frente a frente nuevamente, como cuando se encuentran las dos partes de un ying yang y nunca pueden unirse. Caminamos, y eso es lo mejor que hacemos. Vamos a comer de El Sur, digerimos con música de Los Errantes y continuamos con la caminata para bajar la grasa y aumentar el apetito. Teníamos que conquistar otras tierras, exactamente, otros distritos, en especial al Lince. La tarde suavizaba los colores y si alguna palabra fue necesaria recordarla no servía, me entregué a las calles que durante la secundaria siempre fueron y serán como la tierra prometida o el sendero perfecto por el que siempre caminas y nunca quieres que tenga fin. Mariátegui, para ciclistas, para los que quieran cortar camino, para los que quieran caminar sin muchos carros jodiendo con las bocinas y para los que quieran dejar sus huellas en estas eternas veredas, donde hasta se puede oler la de mis mejores amigos del colegio.
En silencio los mejores ocasos susurran y a lo largo de la avenida Brasil se escuchaba como si fuese un piano que se extingue en sus notas menores. Y allí estaba. Al borde de la Magdalena y su paroxismo se pintaba en el horizonte. Duró segundos, minutos, pero no horas. Esa efímera llama roja se extinguió, se vació en el sinfín del mar.
Fue el momento para retornar y el camino tuvo más palabras.
Una habitación. Estaba creada para ese momento. Cruzamos las llaves, los brazos, las piernas, la úrea. Una equis estaba presente en todo. Lo prohibía.
Bajamos y la psicodelia nos demostraba que no sólo actúa sobre la música y las cosas, sino también sobre las personas. Licor, licor, licor. Probé un primer abrazo y me recosté.
Subimos nuevamente y había sido poseído por la desmemoria.
Cumplir es ciclo vital nos corresponde a todos como a aquel día le correspondió cumplir con sus veinticuatro horas.
Por eso no recuerdo si dije o no lo que tanto anhelé decirle alguna vez o esa esencia se transformó en un sueño.
Me quedé dormido y esa noche duró para siempre.
O así lo creí, porque no tuve imágenes en la mente, fueron pensamientos, recuerdos, todo se me vino a la cabeza durante esa estancia oscura.
Humbert Humbert ahora era todos, todos eran él. Sus rasgos perecederos: el amigo, el compañero, el amante, el guía, el hacedor. A éste le atribuía una fiebre apaciguada que rebrota mediante la coloración de sus pupilas.
Los metales pasan por la copelación, pasé por un estado parecido durante algún momento de ese eterno sueño
Humbert quiere compartir más momentos conmigo y yo con él. Quiere hablar. Lo necesita. Yo no puedo.
Humbert Humbert es amable, muestra una caballerosidad fastuosa
Humber Humbert está cansado de su familia y explica por qué. Por qué le es necesario que haya tenido familia, pero que se defrauda de sus hijos que ya han roto sus vínculos.
Humbert Humbert no pierde las esperanzas e intenta nutrirse de las inmaculadas almas. Se puede casar cuando quiera porque aún no lo está.
Humbert Humbert luce cansado por momentos, se fatiga rápido por el corazón.
Humbert Humbert dice que sin hijos no hay familia y el otro Humbert Humbert lo niega.
Humbert Humbert dice que ella y él siempre estarán lejos o aparecerán cuando quieran.
Humbert Humbert es uno de los amigos que se conocen en las borracheras.
Humbert Humbert es breve con sus fantasías, es indiferente con el fuego fatuo que late desesperadamente y se le cuelan en los ojos. Oscurecen, ensombrecen todo.
Humbert Humbert abre las manos, se le notan los dedos (suaves, tersos, como los de un bebé).
Humbert tenía el semblante del Humbert Humbert de mis sueños.
Humbert Humbert estaba desperdigado como todas las ideas que acumulé estos cinco últimos años.
Comprendí lo fácil que sería tener un amanecer y no abrir las ventanas porque por ellas se fugan los grandes amores. Pero es necesario tenerla abierta o ese gran amor se asfixiará.
Había empezado a abrir esa ventana, asomarme y ver cómo atardecía a mis 22 años en el que comprendía mejor la existencia de Humbert Humbert en mi vida.
-¿Aún sigues durmiendo?
-No estoy durmiendo.
-Entonces abre los ojos.
-Tengo miedo.
-Es mejor que lo hagas.
Los abrí y mi vista cayó exactamente a los suyos. Me encontraba tendido en mi cama. Otra vez me había perdido en esos sueños oscuros donde sólo hay pensamientos.
Busqué un calendario y un reloj. Qué me había pasado. ¿Era yo Humbert Humbert?
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