lunes, 15 de febrero de 2010

El catorce

Este año no escuché el timbre de mensajes del celular, simplemente desperté como en cualquier otro domingo. Al parecer no iba a escribir a nadie así como en el post del año pasado Ingrato, escribe.


No hubo lluvia, Limabows ya estaba resplandeciente, abrazaba fuerte y en las brasas del verano continué. Esperaba mientras que el reloj acelerase y pueda llegar a las cuatro de la tarde.
El anaranjado matiz sobre las casas a la tarde la empapa de belleza, calidez y más que los vecinos parecían haberse alejado a algún lugar de ensueño a pulular, distraerse, pasar el momento con sus seres queridos, el día lo obligaba… algunos lo hacían deber.


Llegué al centro de Lima y la velocidad sumada al calor me parecía infecciosa y altamente abrumadora, hasta que pude ver a la persona que desde el año pasado me ha ido haciendo compañía y otras cosas.
Pudimos esta vez cambiar las cosas, no girar alrededor del mundo, sino quedarnos quietos en las faldas de Ares y ver cómo el mundo giraba alrededor de ambos, las palomas, los pasos, las voces, los que retozan con el globito en forma de corazón, rojo, rojo y más rojo por todo lado: los rubores, las manos sudadas, los labios resabidos, los corazones saltarines y lo demás.

La última vez que vi su cuerpo en el paradero sentí cómo se me estrujaban las entrañas y alguna parte de mi conciencia oscurecía como la noche que ya estaba enfrente.
Olí la brisa, las camas húmedas y el dulce del día antes de volver a los sueños que me despertaron con un sabor a pasados amores.
Foto: El cielo limeño de Cesar Cutipa/Flickr.com

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